» Hace muy poco el terrible Covid-19 quiso agarrarlo fuera de paso, lejos de las pistas de baile salseras donde le saca curvas a sus parejas, con harta sed y sin ninguna chela a la mano. Pero no pudo. Eloy Jáuregui, cronista de prosapia, gente brava, vencedor en todas las canchitas de barrio y dueño de una cultura musical que ya quisiera músico alguno, peleó, se repuso y sanó, con los guantes de box bien puestos. Es uno de los sobrevivientes de esta terrible pandemia que enluta al mundo.
Ni bien se sanó, Eloy volvió a lo suyo: escribir. Retomó un proyecto que había dejado pendiente y entregó la nueva versión de un libro suyo, corregido, aumentado y con un dossier gráfico, a la imprenta: Pa bravo yo (Mesa Redonda Editorial-Librería), donde narra la existencia, música y hazañas de las grandes orquestas de salsa borinqueñas, nuyorricans, cubanas y varias peruanas que han alborotado Lima, con ese estilo cunda y sabrosón tan suyo, que es como bailarse una rumba con una dama color capulí de La Victoria.
Las decenas de crónicas que rebasan el libro están narradas desde la experiencia del autor, quien lo ha visto todo en este enjundioso asunto. Junto al dato puntual de los avatares de las bandas salseras, figuran los apuntes biográficos del cronista, ganados vereda a vereda en las calles limeñas. No por nada la primera chapa que tuvo en el barrio fue “Guaracha”, tal como hasta hoy le llaman sus amigos más antiguos. Guaracha, por si el culto público no lo sabe, es ese ritmo contagioso inventado en Cuba, con el cual se puede bailar y echar fuego. Ahí na má.
UNA INFANCIA BIEN BAILADA
Eloy Jáuregui tuvo una vida prodigiosa, que nació y se alimentó en el altar de la música caliente, o sea la salsa. Como él lo confiesa siempre, nació en Surquillo, en un edificio de la avenida Primavera, a metros del famoso y bien ranqueado jirón Dante. Guarda allí. Y como todos saben, Surquillo está en Lima, y Lima en el Perú. Pero el niño Eloy no lo sabía; él siempre pensó que era cubano. Ocurre que había nacido cercado por la música de La Perla del Caribe. El vecino del piso de arriba era fanático de la Sonora Matancera, los del frente oían a Celina y Reutilio, y el del costado vivía colgado del Bárbaro del Ritmo, Benny Moré.
Todos los días, y especialmente los fines de semana, cada vecino competía por subirle el volumen a su repertorio, manteniendo en precoz zozobra las emociones del pequeño Eloy. Cuando en 1959 triunfó la Revolución Cubana, su padre, don Néstor, leal hombre de izquierda, armó una fiesta de casi un mes con sus amigos, celebrando a los barbudos de Fidel. El niño Eloy, entonces, pensó que ese era su presidente. Pero en el Nido se enteró que su país no se llamaba Cuba sino Perú y que su presidente, más bien, era un calvito llamado Manuel Prado Ugarteche. Llanto total. Felizmente, la música del barrio siguió siendo cubana.
Este primer romance sandunguero con los sones, los guaguancós y las guarachas, lo hizo infiel un amigo de su hermana mayor, un cadete del Ejército que se fue a estudiar a Panamá. De allá trajo de regalo un manojo de discos con un ritmo pegajoso llamado boogaloo, que triunfaba en Nueva York y Puerto Rico, y los de un pianista llamado Charlie Palmieri. El casi púber Eloy rompió su galanteo con la Sonora Matancera y se pasó con zapatos y todo a lo que se conoce como el preludio de la salsa.
El cadete, que iba y volvía de Panamá, trajo más discos, que hasta entonces se tocaban de vez en cuando porque la familia Jáuregui solo alquilaba unos viejos equipos de música que entonces eran la sensación: los Pick Up, que venían con discos que también se alquilaban, por kilos, con esa música que entonces se llamaba caribeña. Hasta que don Néstor pudo comprar un flamante invento tecnológico: la radiola; este era un presuntuoso mueble de madera que venía con radio, tocadiscos y un cajón para guardar los acetatos.
La adquisición provocó que el vecindario trajese sus discos a la casa para sentir cómo se oían en el moderno aparato. Era glorioso, recuerda Eloy. Para poner orden, optaron por hacer tocadas solo los fines de semana, que por el entusiasmo que ponían los melómanos surquillanos en darle a la perilla del volumen, eran interrumpidos por la policía, convocados por los vecinos envidiosos que oían una música de menores decibeles, o sea ni fu ni fa.
BORINQUEN QUERIDO
Ya en el colegio, y a paso apambichao, el jovencito Jáuregui le halló un mejor destino a sus propinas que solo hacer lo mismo que el común de los muchachos del barrio, coleccionar comics, que entonces se llamaban “chistes”. Juntando peseta a peseta, y sol a sol, se hizo caserito de la tienda Disco Centro del Jirón de La Unión, dentro de las Galerías Boza, y comenzó su etapa de coleccionista de discos de salsa. Luego conoció a un amigo que le presentó a uno de los mandamases del sello musical Infopesa, que lo inició en el culto a Ray Barretto, el duro de las congas y un innovador de la música latina. Pero tampoco dejaba a la Sonora Matancera ni a la música cubana.
Poco a poco, mientras le crecía el bigote, preguntando por aquí y por allá, se hizo un conocedor de la sabrosura. Estaba explorando las armonías de El Gran Combo cuando le cayó el fin del colegio y casi el fin del mundo: en 1971 reventó la Fania All Stars con su célebre concierto en el club Cheetah de Nueva York, que inmediatamente se hizo disco y parió para el mundo a una de las bandas salseras más grandes del planeta. A Eloy casi se le para el miocardio y se le electrocutan los zapatos. Se declaró salsero para toda la vida y por la radio completó su erudición oyendo las primicias que Jorge Eduardo Bancayán traía a su programa Hit Parade Latino. Abran paso.
Ya fuera del colegio, Eloy era un muchacho del barrunto, devoto de patear chapitas, poner apodos y hacer fintas en los tonos de las chicas del barrio. Pero como su pasión por el merecumbé y la música brava pedía más, en 1973 se lanzó a los epicentros de la salsa local: se hizo un habitué de los salsódromos, que entonces les abrían las orejas y los pies a los rumberos limeños. Incursionó en el mítico local de Los Mundalistas, a la espalda del Hospital 2 de Mayo, en la avenida Grau, que regentaba el “Chito” La Torre, feroz ex defensa de la selección peruana de México 70. Allí conoció en vivo y en directo a J.E. Bancayán, que le presentó a dos de los más bravos que en este mundo han sido: los coleccionistas chalacos Lucho Rospigliosi y Carlitos Loza, que iban por esos pagos a oír al Combo de Loza. La banda, joya del primer puerto, era dirigida por Carlos Nunura y tenía un joven abogado de Miraflores que solía tocar el cencerro: Luís Delgado Aparicio, más tarde conocido como el Doctor Saravá, por sus jocundos programas salseros en la radio local.
UN VERANO EN EL CALLAO
Ya en busca de su diploma de magister, Eloy pasó a los barrios pendencieros del Callao, a seguir con su formación pachanguera. Paseó por el local del Combo de Loza en la avenida 2 de mayo, barrio de guapos, por El Sabroso de la avenida República de Panamá, por la Peña Martínez de la avenida Sáenz Peña y por bares con rockola como el Puerto Rico de la avenida Colón, a la espalda del mercado modelo del Callao. Pero tampoco dejaba su Surquillo querido. Allí frecuentaba el bar César de la esquina de los jirones Dante y Carmen, donde era íntimo del dueño César Paulino López, que tenía dos pisos y dos rockolas llenas de música caliente. Este caballero, cada vez que renovaba las torres de discos de 45 rpm de sus aparatos, le regalaba los anteriores a Eloy. Cientos de discos fueron a parar a su departamento de Surquillo, donde se armó un equipo de música con partes de distintas marcas, para mejorar el sonido. Allí la música sonaba como la palabra de dios.
Surquillo le completó su formación. Iba frecuentemente al salsódromo Todos vuelven de la calle San Carlos, donde los domingos, a partir de las 10 de la noche tocaba la orquesta La Fragua, del maestro Carlos Orozco, y donde recalaban todos los marginales del barrio, en dicharachera y pacífica armonía. También se hizo amigo de un emblemático músico del barrio, el tumbador Raúl Urbano “Koyac”, que además tenía un billar, pues él mismo fue campeón latinoamericano a tres bandas, y que en la azotea de su casa armaba tremendas sandungas salseras.
No contento con este empacho musical, el hoy cronista se dedicó a frecuentar todos los salsódromos de los años 70 y 80, donde desparramaban su sapiencia rumbera las más empinadas orquestas de Lima, como el Durísimo del jirón Washington en Lima, el Huaco de la avenida Francisco Pizarro del Rímac, el Bertolotto de San Miguel, el Jíbaro de la avenida La Paz en La Perla, los Latin Brothers de Lince, la Furia Chalaca de la a venida La Marina, la Máquina del Sabor de Santa Catalina, los Manglares de Tumbes del centro de Lima y cuanto huarique salsero hubo en Lima. Asu, hasta da sed. De tanto frecuentar el Callao fue padrino de la orquesta El Combo de Loza y les consiguió un contrato para tocar en el penal de Lurigancho, porque se lo pidió un amigo, bravo entre bravos, que veraneaba tras las rejas. Una joya este Eloy.
Jáuregui dice que la única vez que estuvo a punto de abandonar la salsa fue cuando entró a estudiar a la Universidad de San Marcos y a la Bausate y Mesa. Se cansó de aplanar chapitas en las calles y se dedicó al estudio. Hasta que un domingo le dio ganas de comerse un cebiche y se fue al mercado modelo del Callao. Estaba dando vueltas cuando escuchó que le gritaban su nombre. Era Carlitos Loza, que se había dedicado a la venta ambulatoria de cebiche en un triciclo, amparado por una inmensa banderola rosada que decía: “Gracias Dios mío por hacerme hincha del Sport Boys”. Los amigos se volvieron a juntar y Eloy recayó en el hábito de la música brava para nunca más salir de allí. ¡Ecuajey! Agárrenlo, que se soltó con fuerza.
» Enrique Sánchez Hernani / lamula.pe
* Poeta, escritor y periodista
» DELIVERY: 996 164 206
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