Pilar Quintana es la ganadora del PREMIO ALFAGUARA


♥ Pilar Quintana es caleña (1972). Escribió ‘La perra’ luego de vivir nueve años en el Pacífico colombiano, de un divorcio, un infarto y de haberse sentido como una oveja descarriada toda su vida.

Cuando la marea del Pacífico subía, Pilar Quintana (Cali, 1972) tenía que regresar a su casa nadando. A veces el mar se elevaba tres metros. A veces ocho. Vivía en  Juanchaco (Buenaventura, Valle del Cauca), en una vivienda que ella y su marido de entonces construyeron sobre un acantilado. Era otro mundo: libre, lejano, extremo.
Cuando abría las ventanas, la casa se convertía en una gran terraza con biblioteca y vistas al océano. Caminaba por la selva, leía, escribía, nadaba. Así se le iban los días. Estaba, dice ella, “en el sitio más bonito del universo”. Pero nunca más volvió. No quiere. No puede.

En los nueve años que vivió en esa zona abandonada del país está la génesis de La perra (Random House, 2017), su cuarta novela, premio EAFIT 2018 y PEN Translates Award 2019, traducida al inglés, el danés, el holandés, el italiano, el alemán, el griego, el hebreo, el francés, el portugués y el islandés. Además, acaba de ser finalista –en la categoría de novela traducida– los National Book Awards, un prestigioso premio que desde 1950 celebra la mejor literatura de Estados Unidos y que ganaron figuras de la talla de William Faulkner, Philip Roth, Cormac McCarthy, Flannery O’Connor o Thomas Pynchon.

Quintana fue elegida en 2007 entre los 39 escritores menores de 40 años más destacados de América Latina. Sin mucho ruido, se ha ido convirtiendo en una de las voces más sólidas de la literatura latinoamericana actual. Su obra la completan Cosquillas en la lengua (Planeta, 2003), Coleccionistas de polvos raros (Norma, 2007), Conspiración iguana (Norma, 2009) y la colección de cuentos Caperucita se come al lobo (Cuneta, 2012 y Random House 2020).

En sus libros hay sexo explícito, mujeres gordas, negras, hombres que no saben mover la lengua para estimular el clítoris, hombres que huelen a agrio, hombres que violan, hembras que desean y hacen felaciones y otras que lidian con la imposibilidad de ser mamás. A ella le gusta llamar a las cosas por su nombre. Sin ambages. Más que escribir, grita. Va de frente. Y no le importan las consecuencias.

Pilar Quintana mide un metro con cincuenta y seis centímetros. Estudió Comunicación Social en la Universidad Javeriana. También es guionista. Es madre de un niño de cinco años. Nació en una familia caleña de clase media alta, protegida y rodeada de privilegios. En una burbuja. Sus padres se separaron cuando tenía nueve meses. De pequeña se recuerda inquieta, un tanto intrépida y un poco machita. Antes tenía el cabello muy negro, pero ya asoman unas canas que se piensa dejar porque le parecen divinas. Es atleta, llegó a cinturón café en karate; le encanta la salsa, Elvis y la ciencia ficción apocalíptica.

Su clóset es más bien monocromático. Negro y gris que acompaña con accesorios rojos y con las uñas pintadas de rojo, aunque hoy no porque hace como nueve meses que no se las pinta. Viene de una sesión de fisioterapia porque unas semanas atrás se cayó mientras corría y se lesionó el hombro izquierdo. Ya está mejor. Ya puede correr otra vez. Si no lo hace, se vuelve loca. Sus amigos dicen que no es ni acartonada ni solemne. Que es sincera y constante, de voluntad férrea. Y también dicen que puede parecer amenazante. Le va el humor negro, ácido. Le da miedo ser una mamá violenta, le da miedo que se muera su hijo y le da miedo morirse porque qué putada morírsele a un hijo.

¿Cómo llegó la literatura a su vida?

Desde muy chiquita. En la casa de mi papá siempre hubo libros. Cuando yo tenía preguntas, él me las respondía, pero siempre sacaba un libro y lo dejaba abierto para que yo siguiera investigando. Cuando no sabía leer, mi mamá nos leía cuentos y yo soñaba con aprender para leerle a mi hermana.

Dice que empezó a escribir a los siete años. ¿Recuerda qué fue lo primero que escribió?

Sí. Yo decía que era un poema, pero me he dado cuenta de que era narrativa. Se llamaba ¡Oh!, payasito y era sobre un payaso que tenía la cara pintada de felicidad, pero se le había muerto la mamá, se le había quemado la casa y no me acuerdo qué otras circunstancias, todas terribles. Lo tenía guardado, pero a los 27 años escribí mi primera novela y boté a la basura todo lo demás que había escrito porque sentía complejo. En ese momento me di cuenta de que yo escribo de lo mismo, de las máscaras, de las poses, del maquillaje de risa que a veces tenemos, cuando
lo que hay es un contraste entre el afuera y el adentro.

Pilar Quintana - entrevista Revista Bocas
Quintana estudió Comunicación Social y Periodismo en la Universidad Javeriana y es una de las voces femeninas más rompedoras y poderosas de la literatura colombiana actual / Foto: Ricardo Pinzón

Usted ha dicho que escribir le permite ponerse en los zapatos del otro, que puede ser un monstruo e incluso hablar de cosas como el deseo de las mujeres sin sentirse culpable.

Es que no soy yo, son las mujeres de mi ficción. Pero igual soy yo también, siempre hay puntos de unión. Mis dos últimas terapeutas me han mostrado cómo mis libros son una terapia que yo me hago. La literatura me ha permitido explorarme y gritar lo que no me dejaban decir. Recuerdo que, en las clases de educación sexual, por ejemplo, nos pintaban a los hombres como malvados y se le ponía un velo al deseo femenino: las mujeres no desean. Y si desean, lo ocultan. Pero yo pensaba que desear no me convertía en puta. Para mí fue muy importante nombrar y darles un lugar verdadero a todas esas cucarachas en la cabeza que me vendieron en el colegio y que
te vende el patriarcado. La literatura fue el lugar donde yo encontré que podía ser y hacer, decir lo que de verdad pensaba, donde no tenía que disimular.

Eso lo explora muy bien en los cuentos de Caperucita se come al lobo. Hay un relato especialmente perturbador, el de la violación.

Recuerdo exactamente la noche que lo escribí. Estaba lloviendo muy duro en Juanchaco y no podía dormir. Me salió como si me hubiera poseído la musa, pero lo engaveté porque está contado desde el punto de vista del violador y la escritora, que soy yo, no juzga. Yo pensaba, “esto es lo más espantoso que he escrito”. Pero resulta que me nombraron en Bogotá 39, nos pidieron una antología y yo tenía ese cuento y lo mandé. Después empecé a ver que había personas a las que les gustaba.

Volvamos a “los años de las cucarachas en la cabeza”. Su paso por el liceo Benalcázar, de Cali, la marcó mucho.

Estuve allí desde quinto de primaria. Es un colegio bastante particular que se autodefine como feminista. En cierto sentido lo es, pero también era muy machista.

Se sentía inadecuada allí…

Sí, porque es un colegio donde la idea es ser una mujer fuerte y trabajadora, pero también dulce, tierna, maternal, suave. Y yo era esta niña de bota, sudorosa, con un palo en la mano; no encajaba en el ideal de la niña con un vestido bonito, moños
en la cabeza y superpeinada. Crecí sintiéndome inadecuada, que el tipo de mujer que yo era no se ajustaba a lo que se esperaba de mí.

Con el trauma que eso supone.

Yo creo que a mi papá le hubiera gustado que hiciera medicina o psicología o alguna cosa así. Algo más tradicional. Cuando le conté que quería estudiar comunicación me dijo “chévere si eso es lo que querés”, pero al mismo tiempo no le gustaba cuando yo volví a Cali, después de estudiar en Bogotá, e iba a la oficina [trabajaba en publicidad] con el bluyín roto, con el pelo alborotado. A él no le parecía bien que yo no fuera como mis amigas del colegio, que iban alisadas y maquilladas.

¿Eso los distanció?

Sí. Mi papá y yo estuvimos peleados diez años. Dejó de hablarme. Cuando me gradué de la universidad me regaló un apartamento en Bogotá. Yo lo vendí, me devolví a Cali, compré un apartamento allí, también lo vendí y le dije que me iba de viaje. Eso le pareció la cosa más horrible. Y lo entiendo.

Entonces se rapó y se fue a recorrer el mundo…

Me rapé porque no me cabían los productos para el pelo en la maleta. Tenía 27 o 28 años y estuve tres años dando vueltas por ahí.

¿Dónde estuvo?

Salí de Colombia a mediados de 2000 y regresé a mediados de 2003. Visité casi todos los países de Latinoamérica. Estuve seis meses en Nueva York, trabajé en una tienda de ropa y estaba ahí cuando se cayeron las torres gemelas. Volví a Colombia y luego seguí viajando. Me fui a la India y a Nepal. Luego a Australia. Viví una temporada con
mi pareja cerca de las Montañas Azules, no muy lejos de Sídney. Allí trabajé un tiempo recogiendo y empacando mangos en una finca y también como paseadora de perros. A pesar de que tenía una plata en el banco por seguridad, fue así como
logré mantenerme. En la selva boliviana hice trabajo voluntario en un refugio para animales silvestres. Al principio cuidaba loros y también cuidé a un jaguar.

¿Qué más había detrás de ese viaje?

A mí me parecía que mi vida era horrible porque no podía hacer lo que quería. Y lo que yo quería era viajar y escribir y vivir de escribir.

Pilar Quintana - Bocas entrevista
No solo ha encontrado en la literatura un espacio para exorcizar todos sus demonios sino para tramitar las contradicciones de la condición humana que siempre la han inquietado desde muy joven / Foto: Ricardo Pinzón

¿Cuándo lo tuvo claro?

Me puse a pensar “¿si sigo acá, tengo que durar así hasta los 57 años que me pueda jubilar? Prefiero suicidarme si mi vida va a ser ir durante treinta años a una oficina”. Creo que también estaba deprimida. No fui a donde un médico a que me  diagnosticara, pero ahora, mirándome, veo que estaba haciendo muchas cosas en contra de mí misma. Salía, tomaba mucho, fumaba bareta; estaba en un momento muy autodestructivo de sexo, drogas y rock and roll. Fueron dos años de
crisis en los que yo decía “esto no puede ser mi vida. No me gusta, no quiero”. Escribí mi primera novela y me fui.

Cosquillas en la lengua.

Y para mí esa novela era sobre todo decirle a la gente en Cali “mire, esto es lo que verdaderamente soy”. Y era superdifícil porque allí tenía que mantener las apariencias y ser una niña decente y bien. Y con la novela era mostrarles que no lo
era, que soy salvaje.

Tenía que posar…

Posar, posar, sí. Decidí romper. Cuando llevaba tres días viajando me parecía que era lo mejor que me había pasado en la vida y que ya no me quería matar. Me curé de todos los males y de la vida loca, la marihuana me empezó a parecer jartísima y volví al rebaño; no de lo que se esperaba que yo fuera, sino de mí misma, de mi propio
rebaño. Me reconcilié conmigo y entendí que no tenía que ser eso que se esperaba, sino que podía buscar mi propio camino.

Hay que ser muy valiente para asumir que a uno no le gusta su vida, que la quiere cambiar, y hacerlo. ¿Se reconoce así de valiente?

Creo que sí lo soy, pero también siento que no tenía alternativa. Era eso o matarme, como tener una pistola en la cabeza.

Entonces sale Cosquillas en la lengua, que no le gustó nada a su mamá.

Yo había sido libretista de televisión y luego trabajé dos años en publicidad. Terminé la novela y no conocía a nadie, salvo a libretistas y a los publicistas de Cali. Entonces busqué editoriales en el directorio telefónico. Imprimí como siete paquetes y los envié. Como me iba de viaje, tuve que dejar la dirección de mi mamá porque no tenía casa. Anagrama devolvió esa novela diciendo que era muy chévere, pero que no la iban a publicar. Después me la publicó Planeta. La novela llegó a la casa de mi mamá.

¿Y?

La noté rara. Le pregunté y me dijo que había leído la novela. “¿Usted cree que esto es arte? Esto es lo que uno nunca debe decir”, me dijo. Yo la miré y en ese momento algo se me iluminó. Eso es, dije. Eso es arte. Hacer lo contrario de lo que se espera de uno.

¿Pero qué podía ser tan terrible?

Es que el personaje se llamaba Pilar Quintana, fumaba marihuana, se comía tipos que no eran sus novios… y estaba borracha.

Creo que hay un bar mítico de Cali que está muy presente en esa historia…

En los años 80, en Cali no había muchos bares de rock y de repente hubo como un surgimiento. Uno de esos locales fue Martyn’s, que se convirtió en centro de reunión de gente que se conocía de algunos colegios y barrios. Yo tenía un parche
de amigos, luego todos nos fuimos a estudiar y cuando volvimos rumbeábamos ahí los fines de semana, desde el jueves. El bar tiene bastante presencia en la novela, pero al dueño, que es un irlandés, no le gustó la descripción que hice y se molestó un poco conmigo.

Hay otro momento fundamental en su vida y es cuando se va a vivir con su pareja a Juanchaco, a la selva del Pacífico, de 2003 a 2012.

Creo que eso fue una continuación de mi vida de viajera. Me encantaba andar descalza, leer, escribir, nadar y caminar por la selva.

Ha contado mucho esa experiencia de la selva, pero algo que resulta fascinante es que a veces tuviera que volver a casa nadando.

A mi casa, que quedaba en el acantilado, la separaba del pueblo, que estaba en la playa, un estero. Los esteros se vacían con la marea baja y puedes pasar caminando. Cuando la marea sube están llenos de agua y entonces tenés que pasar nadando. Pasás en lancha o nadando.

Y así durante nueve años. ¿Qué era lo más duro?

Los bichos. Me dio malaria y leishmaniasis. Y a las cinco de la tarde tenía que estar bañada y de manga larga en ese calor.

¿Cómo fue padecer leishmaniasis?

La enfermedad no es terrible y yo me la pillé muy rápido porque estaba pendiente. Me di cuenta de que había una heridita que no sanaba y me fui al centro de enfermedades tropicales en Cali y me diagnosticaron. Lo horrible fue que me aplicaron dos inyecciones en cada nalga durante 28 días.

En qué diría que es más fuerte, ¿en lo emocional o en lo físico?

En ambos. Soy fuerte, pero también supervulnerable. Es decir, parezco fuerte, pero mirá las cosas que me han pasado en la vida. Yo viví durante doce años con un marido maltratador. Mucha gente me pregunta: “¿pero uno cómo puede?”. Y es que el maltratador no te está dando puños en la cara todo el tiempo. Con mi  marido teníamos una vida maravillosa en la selva y algunas semanas jartas.

Entiendo.

A mí me salvó una autora que se llama Alice Miller. Ella me mostró cómo fui una niña maltratada desde la infancia. En realidad, casi todos somos niños maltratados. En mi generación, los papás pensaban que, si no nos pegaban, no nos estaban educando bien. Era natural y uno creía que se lo merecía por necio e insoportable.

Resulta tremendo reconocer que durante muchísimo tiempo el castigo físico era algo normal en las familias.

Pero también pienso que nuestros padres hicieron lo que pudieron y que fueron mejores que sus padres, y que sus vidas fueron más duras que las nuestras. Yo ya estoy reconciliada con eso.

Portada BOCAS - edición 101
Pilar Quintana en la portada de la Revista BOCAS, en noviembre de 2020 / Foto: Revista BOCAS

La perra fue finalista en uno de los premios más importantes de la literatura en Estados Unidos, los National Book Awards. ¿Cómo recibió esa nominación?

No puedo creerlo. Mi editora en inglés me decía “pues vas a tener que creerlo, porque es verdad”. Me pareció impresionante.

Sus amigos cuentan que el lanzamiento de La perra fue muy discreto. ¿Qué expectativa tenía?

Ninguna. En ese punto ya no estaba con esa soberbia un poco adolescente de creerme genio. Ya soy una señora en mis cabales y sé lo difícil que es esta profesión. Me conformo con que la novela les guste a mis amigos y venda un número que
me permita publicar con el mismo editor. Que no sea una vergüenza ni un fracaso estrepitoso. Y aparte de eso, La perra tiene una protagonista negra, gorda, que está llegando a los 40 años y cuyo deseo es tener hijos. Tampoco pensaba que
ese tema llamara a mucha gente.

¿Le costó distanciarse emocionalmente de la selva para escribir esta novela?

Yo ya estaba distanciada porque me había ocurrido un evento traumático con mi exmarido y había tenido que salir y cortar abruptamente con esa selva. Me fui y viajé por Colombia, estuve en México y luego en una residencia para escritores en Hong Kong. Ahí yo tenía 39 años. Cuando la idea de La perra se me metió en la cabeza estaba embarazada y tenía 42, ya había pasado bastante tiempo, ya había hecho el
duelo de mi divorcio y estaba en Bogotá, aunque extrañaba mi vida en la selva. Creo que escribí la novela como un canto de nostalgia al Pacífico perdido.

¿Volvería?

No quiero volver porque ahí fui muy feliz. A mí me parece que donde yo vivía era el sitio más lindo del universo. He viajado por muchos países y he visto muchos sitios y esto era precioso. No soy capaz de volver allá y sentir que ya no es mío, que no puedo vivir ahí. De solo pensarlo me derrumbo y me siento como morir. Los indígenas de Australia dicen que la tierra no es de uno, sino que uno es de la tierra. Y yo era de esa tierra y tuve que renunciar de esa manera tan traumática. Entonces es doloroso. Además, allí viví uno de los momentos más felices de mi vida, pero también uno de los más oscuros.

Algunos críticos ven una influencia clara de Yerma, de García Lorca, en La perra.

Yo había leído Yerma en la selva y me había encantado y me dio por pensar que me hubiera gustado ver esa historia contada por una mujer. No porque fuera deficiente, sino porque era un hombre hablando del sufrimiento de una mujer que no tenía hijos.  Además, dos amigas estaban en esa situación y yo pensaba que ese era un tema literario interesante, pero al mismo tiempo no lo podía contar porque en ese momento no deseaba tener hijos y no conectaba con esa emoción. Luego se me olvidó Yerma. Fue mi mejor amigo, Antonio García Ángel, quien me hizo caer en cuenta de que tiempo después hice mi propia versión de Yerma.

Hay otro detonante en su cabeza y es la imagen del cadáver de un perro que usted se encuentra en un camino y que es devorado casi en tiempo récord.

Yo vi cómo la selva reclamaba ese cuerpo en tres días. Cuando viajé por Nepal y estuve cerca del campamento base del Everest, una de las historias que más me impresionaron era que los que subían a la cima se encontraban los cuerpos congelados de los montañistas que habían muerto allí. Esos cadáveres no se pudren. En la selva es exactamente lo contrario, está ahí y te mata y te consume lo más rápido posible, como
un animal que está al acecho para cogerte y convertirte en compost. Esa imagen me impresionó mucho y desde que la vi supe que había una historia. Solo que me demoré doce años en encontrar lo que verdaderamente quería contar.

La relación de Damaris (el personaje principal de la novela) con su perra Chirli pasa por la ternura, los celos, la violencia. Me pregunto, ¿cómo es su relación con los animales?

Uno establece con los animales relaciones tan complejas como con los seres humanos. Cuando viví en la selva tuve tres perras y una gata. Una se murió envenenada. Era mi perra adorada. Luego tuve una gata maravillosa que amé, pero le dio leishmaniasis después que a mí y tuvimos que sacrificarla. Esas dos experiencias fueron  eterminantes para la novela. También tuve otra perra, hija de una que estuvo con nosotros cinco años. Resulta que cuando creció se volvió salvaje, cazadora; se perdía y aparecía al cabo de los días vuelta mierda y se volvía a escapar. La regalamos. No hubo una Chirli como en la novela, fueron varias.

Usted tenía muy claro que no quería ser madre. ¿Qué la hizo cambiar de opinión?

Lo que creo es que no quería tener hijos con mi primer marido porque en el fondo de mi corazón sabía que había algo muy malo en esa relación. Recuerdo que inmediatamente después de se ararme y estar en ese proceso de duelo salía a caminar y veía parejas con niños y pensaba que yo no los había tenido. Me preguntaba por qué si se suponía que no quería. Y ahí empecé a pensar que quizás sí los hubiera tenido, pero no con ese man. Para entonces tenía 39 años y creía que ya no iba a pasar porque a uno le meten en la cabeza que a los 40 es una anciana decrépita. Incluso pensaba que nadie me iba a querer y que tampoco me iba a enamorar. Me sentía muy derrotada. La terapia me sirvió para aprender a entender qué me había pasado y a no repetirlo.

Pilar Quintana - R.Bocas
Quintana fue madre a los cuarenta años y abordó la maternidad como un eje problemático en su novela ‘La perra’ (2017), con la que fue finalista en los National Book Award 2020 /  Foto:Ricardo Pinzón

Y entonces llega este nuevo amor a su vida, alguien a quien ya conocía…

Mi segundo esposo es diez años menor que yo. Era el mejor amigo de mi hermana menor en la universidad. Cuando volví a Bogotá él estaba recién terminado con su novia y yo con mi esposo. Íbamos a cine, a teatro, a caminar los domingos, y ahora nos hemos dado cuenta de que era evidente que en ese momento estábamos saliendo. Luego empezamos a tirar y nos decíamos que era solo sexo, pero yo quedé embarazada y perdí ese bebé. Después de la consulta con la ginecóloga nos pusimos serios y hablamos de lo que
queríamos. Decidimos que queríamos un hijo y formar una familia.

Después de ese episodio sufrió un infarto…

Exactamente un mes después de mi pérdida. Yo daba clases en una universidad y cuando estaba llegando empecé a sentir un dolor en el pecho, me fui para la clínica y estaba infartada. Me dio un infarto que tiene un nombre muy poético, Síndrome de Takotsubo o síndrome de corazón roto. Da por estrés emocional, pero el corazón
vuelve a estar normal, sin cicatrices.

Un corazón triste, que literalmente se rompió…

Se rompió. Yo pensaba que no me iba a volver a quedar embarazada. Y aunque la ginecóloga me decía que era una mujer fértil, no le creía por eso que nos han dicho, que las mujeres después de los 40 ya no vamos a ser madres. Supongo que eso fue muy duro para mí.

Aparte de la maternidad frustrada, La perra también nos traslada a esa zona de Colombia que nadie ve, nos pone delante el racismo sistémico de este país, el abandono.

El Pacífico es esa zona olvidada a la que le damos la espalda y que tiene una cordillera que es un muro. Entonces yo tengo que hacer que la vean. Creo que los escritores tenemos esa responsabilidad. Y también quería desmontar esa creencia de la selva como acogedora y maravillosa, que lo es, pero también es terrible. No quería pintar esa idea occidental romántica, sino mostrar cómo era.

En su obra también es recurrente Cali. Pareciera una relación amor-odio.

No, yo no odio a Cali; la quiero. Lo que pasa es que me parece difícil vivir allá, es una ciudad donde no permiten al que se salga de la norma. Es diferente llegar y verla porque es maravillosa, el río que la pasa es divino, el viento por la tarde, los árboles, la salsa. Pero en el lugar donde crecí es difícil que me acepten como soy porque rompo un poco sus esquemas.

Leyendo La perra, y escuchando sobre su vida, uno pensaría que ha podido exorcizar casi todos sus demonios.

Ya quisiera yo. No, no creo que todos. En La perra exorcicé algunos, como el hecho de enfrentarme a mi propia maternidad y a entender que los hijos no nos pertenecen y que no pueden ser como nosotros quisiéramos que fueran. También exorcicé el miedo a la muerte de un hijo, que es el miedo más terrible que tengo. Y algunas pulsiones, algunas rabias. Hay una pregunta que siempre me hago y es qué provocaría que alguien como yo se convirtiera en asesina. Y me la hago porque en Juanchaco conocí a asesinos
y eran buenas personas, habían matado, pero eran buenos ciudadanos. En el fondo, pienso que la distancia que haría que una persona como yo o como cualquiera se convirtiera en asesina es más corta de lo que creemos. Eso fue lo que hice con Damaris. Me parece que lo que vuelve perturbadora a la novela es que no habla de un monstruo que está lejos, sino del que llevamos adentro. Si Damaris, que era tan linda y tan buena pudo matar, de pronto yo también puedo.

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Gracias por leernos.
Le queremos recomendar otra de nuestras entrevistas: Maluma, el ‘Pretty Boy’ que conquistó el mundo)

Por: Tatiana Escárraga
Fotos: Ricardo Pinzón
Revista Bocas / Edición 101. Noviembre – Diciembre 2020