José Watanabe Varas [La máquina de coser que escribía poesía]

José Watanabe (Trujillo, 17 de marzo de 1945 – Lima, 25 de abril de 2007)​ fue un reconocido poeta peruano.
Nacido en Laredo, un pequeño pueblo al este de Trujillo. Su madre Paula Varas Soto, peruana, y su padre Harumi Watanabe Kawano, japonés de quien cuenta aprendió el arte del haiku.

Watanabe vivió una infancia humilde, pero en 1956 su familia ganó el premio mayor de la lotería de Lima y Callao, por lo que se mudaron a Trujillo y los veranos lo pasaban en Huanchaco. Él fue el primero de sus hermanos en seguir estudios secundarios y los hizo en el Colegio Nacional San Juan de Trujillo. A pesar de que en sus inicios le gustaba las ciencias, luego se inclinó por la literatura. En este prestigioso centro educativo escribió dos poemas que fueron publicados en la revista del colegio.

Luego, José migró hacia Lima para seguir estudios superiores, pero el recuerdo de Laredo quedaría siempre en su memoria, por lo cual muchos de sus poemas se ubican espacialmente ahí, un Laredo que hoy sólo existe, con sus cuatro calles, en el imaginario creado por el poeta. En Lima, estudió los primeros años de la carrera de Arquitectura en la Universidad Nacional Federico Villarreal, pero la abandonó después de casi dos años. Su formación fue esencialmente autodidacta, y no sólo se desarrolló como poeta, sino también como guionista de cine y documentales, estuvo muy involucrado en el medio televisivo e hizo una adaptación de Antígona de Sófocles para el grupo de teatro Yuyachkani.

Hoy 25 de abril, se cumplen 16 años de vida inmortal, lo recordamos con uno de sus memorables poemas.


SINGER: La máquina de coser que escribía poesía
(Y un poema de José Watanabe)
Un texto de Eloy Jáuregui

Pocos objetos en la casa encierran la ternura familiar como alguien más de nosotros. Eso sucede con «El motor de coser» que así llamó a su aparato Isaac Merritt Singer, un excéntrico estadounidense que patentizó la máquina de coser en 1851. Yo de niño fui compañero de ese aparato, mi madre, hermanas y tías la utilizaban con un respeto de iglesia y de sus puntadas se unían las telas, se juntaban los lienzos y se organizaba el mundo de alguna manera. La entrañable máquina sigue cociendo en mi memoria. Esta es la crónica de «uno de los dispositivos de ahorro de mano de obra más eficientes que se haya presentado al público», como decían y uno de los productos más vendidos de la historia.

¿Oyes en la habitación contigua 
el apurado traqueteo de la máquina de coser?
José Watanabe.

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1.

Mi madre cosía a máquina y con la radio encendida. Era su ardid sonoro para evitar la fatiga. En un oído estribaba su orquesta típica de tangos y en el otro, sosteniendo como arete gigante, el aparato de radio Philips con FM y onda corta modelo «La violetera» que le servía para alargar su mirada al fondo del follaje de los sonidos. La imagen tiene ese tinte más que ese color tan especial de 1959. No es una imagen, cierto, es el recuerdo de la imagen. Es la máquina, no cualquier aparato, la máquina de coser Singer de mi madre, con mamá incluida y sonriéndome de soslayo embargada por la ternura de mi pasmo sin espasmo. Era un armatoste de fierro –la máquina, no la madre mía aunque se parecía–, con silla propia y pedal. Era un ingenioso cacharro de coser el primer lujo de mi familia allá en Surquillo. Entonces no existía la televisión tal como la conocemos ahora y todo era mejor, lo juro. Fue una infancia feliz la mía, se comían lornas y bonitos regados con vino Poblete y escuchando a Daniel Santos. Y mi madre, decía, confeccionaba camisas rojas con máquina judía cocidas a ese tizne que sirvió para la dignidad de mi fe.

La relación de la máquina con el hombre es un logogrifo. En los sesenta del siglo pasado el Grupo Obrero de poesía Primero de Mayo afirmaba que la máquina era la negación de lo humano: “Salvo cuando no produce plusvalía u oxidada melancolía”, remachaban. Dícese que la simple palanca fue la primera máquina: Los griegos antes de su crisis inventaron aquello que otros denominan guimbalete. Fue Arquímedes apoyado en su bastón quien soberbio dijo: “Dame un punto de apoyo y moveré al mundo”. Casi se cae. Luego vino el plano inclinado. Con ello bastó. Todas las máquinas, luego se organizan en estos dos hallazgos. Cierto, los sabios de ese entonces no organizaron el complemento de estos dos monumentos a la inventiva. Tardaron años y hasta siglos. Existió antes la abstracción y el razonamiento y la contemplación, no otra cosa.

No cortare el texto, sí su continuidad porque después se descubrió el filo útil. Sí, el cuchillo, la navaja, la chaira. Hoy se tiene seguridad que fue en el Neolítico (5.000 – 2.000) que se va perfeccionando el filo útil con la utilización del sílex, la plata y el cobre, que iban puliendo los filudos a medida que su inteligencia y destreza manual mejoraban. De los griegos, es ya el uso de la espada y lanzas. Por ello se dice que el filo útil es probablemente el invento más importante de ese entonces. Vamos, todo era inmenso y mastodóntico, Grueso y espacioso. Había que partir y repartir. Así de sencillo. Así, el filo útil permitió cortar y utilizar diferentes materiales que a su vez originó las otras herramientas y las subsiguientes máquinas. Los pueblos de la antigüedad, con estos adminículos, se diferenciaban en su desarrollo a punta de palancas, planos inclinados y navajas. Hoy se corta con láser y no duele. Los primero humanos lo hacían con piedras y vaya que eran un padecimiento de cabeza y tortura de cuerpo.

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2.

La escritura fue posterior a la navaja pero cortaba más y mataba. Platón [en el Fedro y según el descolgado Umberto Eco], dizque el griego Hermes –el mensajero entre los dioses y los humanos–, supuesto inventor de la escritura –aunque el placentero Jacques Derrida explica que fue más bien Theuth, hijo de Amón–, bueno ambos, si ustedes quieren, presentaron su invento al faraón Thamus, alabando la nueva técnica que permitiría a los humanos recordar lo que de otro modo olvidarían. «Mi habilidoso Hermes o Theuth –les dijo el faraón–, la memoria es un gran don que debería mantenerse siempre viva y entrenándola continuamente. Con vuestro invento, la gente ya no se verá obligada a ejercitar los recuerdos. Evocarán las cosas, no debido a un esfuerzo interno, sino gracias simplemente a esa pericia tan ajena al alma». Sin duda, era muy sabio el tal Thamus pero andaba más preocupado en la redondez de las nalgas que en la rivalidad de lo oral frente a los gramas.

Con Jacques Derrida uno sabía que la escritura es un «fármaco» de la memoria y que un rey de aquellos tiempos –que es voz que habla, jefe de familia y origen del logos– no tiene la necesidad de la escritura, y la misma se transforma más que en un regalo, en un peligro: puede provocar el olvido de la memoria, puede dispersar la palabra lejos de su origen, y así, resulta cuestionadora del poder mismo del padre. Cierto mi amigo. Vladimiro Montesinos le hubiese obsequiado un video 3D si habitara en ese SIN sin fin. Y es que la palabra atrapa ese doble carácter del término phármakon que en griego significa tanto veneno cuanto remedio: mientras que Theuth considera que la escritura puede servir como remedio, para Thamus tiene el carácter de un veneno, y no sólo para la memoria. A saber, todo fármaco representa un desplazamiento con respecto a la vida natural: es una forma de enfrentar el mal por deslizamiento o irritación. Del mismo modo, la escritura es contraria a la vida, en tanto supone un desplazamiento –de la voz, de la presencia, de la palabra proferida, del dador de sentido–: bajo la excusa de suplir la memoria, permite que el que la utiliza sea más olvidadizo.

Ordenémonos. Cuando Thamus rechaza la escritura se está oponiendo a un modo de grafía: cuando el rey rechaza el invento como nocivo, no se refiere al tipo de escritura que realizan sus escribas –los ayayeros de autoridades, gobernantes y dueños de diarios como El Comercio, por ejemplo–; escritura que retiene y transcribe la palabra viva, sino a la escritura que desplaza, difiere, aleja esta palabra. Hay una simiente buena, la que produce, y otra estéril, la malgastada, la que comporta el riesgo de la diseminación. Si comparamos, insisto con instinto, esta última escritura con la pintura, llegamos al Sócrates que daba cuenta del carácter subversivo de la misma, de su poder de cuestionar el poder de la pólis, en tanto alejamiento del orden real, y en tanto carácter de simulacro, máscara o frente a lo real. Este doble aspecto del fármaco: veneno-remedio, es lo que indica el «doble» en la filosofía, en tanto término «indecidible» que escapa definitivamente a su lógica binaria pero que se ajusta al uso que hacen algunos plumíferos del periodismo pestífero peruano que hoy abunda en medios decanos, prensa de la izquierda cavernícola y reaccionaria y la televisión basura.

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La escritura –más que la costura de la máquina Singer de mamá–, como cualquier otro invento tecnológico, hubiera hecho innecesario el poder de algunos humanos de la imaginación inmemorial al que sustituiría y reforzaría hasta el nunca jamás, así como los autos –excluyendo de taquito las combis– nos hacen menos proclives a caminar o el sexo virtual totalmente ajenos al gozo de la penetración carnal. Si señora –si las hay–, la escritura, decían los abuelos de [el ser y la] nada, o sea los presocráticos, era peligrosa porque disminuía los poderes de la mente ofreciendo a los mortales un alma petrificada, una caricatura del juicio, una memoria vegetal, un recuerdo en conserva y hasta un caldo de gallina en sobre.

Cuando niño mi hijo Alonso –siempre en ayunas– me asalta con una verdad más que curiosidad: «las computadoras acabarán sin remedio con los libros», decía sin soltar su video juego Resident Evil 2. ¡Vaya al diablo el perrito y la calandria! Un amigo en la librería Crisol preguntó por un texto disimulado: Borges: Álgebra y fuego de J.O. Pickenhayn. El vendedor lo mandó a su casa con un CD-Rom. Y entre el pasado de la memoria y el futuro de los libro hay una verdad que está más allá de la máquina Singer de mamá. Hace años, la única manera de aprender otro idioma [además de viajar al extranjero] era estudiar en un libro del ICPNA o escucha a los gringos bajando de un Panagra en Limatambo. Lo actual es factual. Nuestros hijos a menudo aprenden escuchando discos duros, comiéndose un DVD-RAM, atragantándose con MP3, viendo películas en versión Handycam original y en la ducha o descifrando las instrucciones de un gadgets en una lata de placas digitales con tecnología clear type.

Lo mismo ocurre con la información geográfica. Cuando niños, conseguíamos mejor información sobre países exóticos, no de los libros de texto sino leyendo novelas de aventuras y desventuras [Verne, mi favorito, por ejemplo o Robert L. Stevenson, Zane Grey, Jack London, H. G. Wells o Los piratas del Mar Rojo de Karl May, un primo lejano de Carlos Marx]. Mis hijos al contrario, penetraron con mayor precisión cartesiana mucho antes que yo en el mismo tema viendo Google Earth, CD pirateados en El Hueco, series de HBO de un solo ojo, partidos de la NBA con tres canastas, oliendo yerba en las orillas de Chepeconde o masturbándose con Playboy, Venus, Private o G Channel por el cable cuando no, tirando lente al Perro callejero del inglés Martin Amis, quien hace de sus personajes expertos en el «Jodiar» –traducido del «Hatefuck» [coger o tirar por odio]– y hasta el dominatrix de los soldados estadounidenses torturando por el anillo de cuero a cuanta musulmana caiga en ese lagar llamado Abu Ghraib.

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Pero volvamos a la máquina del tiempo. La civilización hebrea está basada en sus libros porque está sostenida en el hecho de que fue una civilización nómada. Los egipcios podían grabar su historia en obeliscos de piedra. Ojo, Moisés jamás. Para cruzar el mar Rojo, antes que un el yate Karisma, un libro era/es un instrumento más práctico para recoger la sabiduría. Por cierto, otra civilización errante la árabe, se basaba también en los libros porque le otorgaban mayor importancia a la escritura que a las imágenes.

Y los libros también tienen su ventaja con respecto a la computadora. Aunque impresos en papel ácido, que sólo dura setenta años, aproximadamente, son más duraderos que los soportes magnéticos. Además, no sufren cortes de corriente y son más resistentes a los golpes. El hecho de que en el futuro los usuarios sólo se comuniquen por las redes sociales, por Chat, correo electrónico o por Internet será una gran bendición para los libros y para la cultura y el mercado del libro porque habrá otro atmósfera y otro romance con la sabiduría. Los e-books, por ejemplo.

En una librería, digo yo, hay demasiados libros. Yo recibo u observo libros todas las semanas. Si las computadoras consiguen reducir la cantidad de libros publicados, supondría un avance cultural enorme. No es así y me jode. No obstante, acepto esta idea curiosa según la cual cuanto más se dice en lenguaje verbal, más profundo y perceptivo se es. El poeta Mallarmé nos enseñó que basta con decir une fleur para evocar un universo de fragancias, formas y pensamientos. Ocurre a menudo en poesía donde menos palabras dicen más cosas. Tres líneas de Pascal hablan mucho más que trescientas páginas de un largo y tedioso tratado sobre la moral y la metafísica o las quinientas de las memorias fastidiadas y/o cojudas de Bryce.

Vivimos en la época del hipertexto. Pero éste no es un sistema enciclopédico o lingüístico. Un hipertexto más textual que sensual es finito y limitado, aunque abierto a innumerables y originales consultas. Cada usuario puede añadir algo, y se puede crear una especie de historia inacabada al estilo del jazz. Tenemos así una nueva cultura en la que hay una diferencia entre producir infinitos textos e interpretar con precisión un número finito de escritos. Como lo pensadores contemporáneos, acepto que la verdadera oposición no está entre computadoras y libros, lap top o poemarios, smarphone o haikus o entre escritura electrónica o escritura impresa. Al contrario, a los escasos que piensan que el lenguaje aparentemente reducido, anoréxico o bulímico que hoy utilizan los jóvenes al «chatear» no reduce las lecturas ni mucho menos las escrituras. Al revés, le agregan un lenguaje nuevo a la comunicación que debemos admirar si no aceptar.

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Finalmente, a mayor revolución informática, más libros impresos. Los de ayer y los de ahora y los de mañana. Así también, a mayores revoluciones tecnológicas menos imbéciles y más bibliotecas como la que inauguró hace unos años el maestro Sinesio López seguido por el lustre que le imprimió Hugo Neira y el que espero de Alejandro Nayra. Los hombres –y no me importa que las mujeres sigan leyendo a Deepak Chopra– no dejarán de leer jamás [libros] y aquellos que imaginan un mañana sin ese artefacto o volumen de tapa, páginas y diseños llamado, si señor, libro, serán los obtusos del ayer con una profecía apocalíptica sin ningún fundamento de futuro, sin una metáfora de vida y sin un poema de aliento. Un retrato amoroso de una máquina de coser Singer –la máquina de mi madre– es apenas una imagen que mejor estaría en un libro, siempre y que así sea para que nadie la olvide.


Fragmento de la historia de la maquina Singer publicado en el libro: «El más vil de los ofidios». De Eloy Jáuregui. Lancom. Lima 2015.

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